Poner el cuerpo: La performance de la marea verde y la conquista del derecho a decidir

Belén Parrilla <3

La expresión de la marea verde¹ marcó un sello, un modo diferente de teñir el espacio público. Su color desbordó las movilizaciones y se mantuvo latente en el día a día. El pañuelo de la campaña se convirtió en una estrella entre los  originales adornos de estética feminista, su presencia constante y visible se convirtió en un puesta en acto, un posicionamiento. Este compromiso sumado a la particular manera de poner el cuerpo en las manifestaciones transformó esta saturación cromática, mística y festiva en una conquista social, personal y política.

Durante las semanas previas a las sesiones del Congreso de la Nación Argentina en las que iba a tratarse la ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) el feminismo ocupó la primera plana de los medios de comunicación. Las fotos de las marchas y acampes feministas colmaron también las redes sociales. Y aunque estas imágenes se convirtieron en relatos de lo que significó estar ahí, quienes participamos durante estos años de las movilizaciones sabemos que estar ahí fue una experiencia intransferible, única, personal. Una huella en el cuerpo que escapa a cualquier posibilidad de ser materializada, un espacio de performatividades callejeras incapturables. 

Por supuesto, estos modos de manifestación y performance no fueron una novedad ni un invento argentino. El feminismo se valió históricamente del arte de acción para irrumpir en la agenda, borrando límites entre arte y política. Para salir de la reducción doméstica a la que fuimos recluidas las mujeres fue imprescindible una expresión por fuera del ámbito privado, una explosión llamativa vinculada a la apropiación del espacio público. Por ese motivo fue fundamental el protagonismo que tomó el cuerpo en las movilizaciones de los últimos años y cómo pasó a ser un territorio de expresión de la propia voluntad, rechazando el rol que se le había asignado: el de objeto de contemplación para el goce masculino. Este comportamiento, confrontó de plano con el modelo binario de civilización y fue un gesto clave para lograr la visibilidad de las marchas. La manifestación de esos cuerpos rebeldes resultó muy efectiva para prender la mecha. Comentarios como “No entiendo por qué se ponen en tetas”, “No tienen un cuerpo para mostrar”, “Se arriesgan a que les pase algo, ¿para qué se desnudan si no quieren ser violadas?”, expusieron las violencias subterráneas del conflicto con la fuerza de la acción.

“A mí no me representan” fue una de las frases más utilizadas por algunas mujeres para desmarcarse de los movimientos feministas. Efectivamente (y por defecto no intencional), esas palabras señalan un punto clave: las mujeres que inundábamos las calles habíamos abandonado el terreno de la representación para habitar lo real presentándonos. Pusimos el cuerpo como potencia/material protagónico, centro del universo simbólico y metáfora de un cuerpo sociopolítico más amplio. Y ese modo de habitar el espacio público, sumado a la masiva capacidad de inundar las calles, fue lo que caracterizó la acción rotunda de la marea.

Desde el pañuelo verde exhibido en la cartera, los body painting, el glitter, hasta el barbijo/tapabocas de la campaña… todo forma parte de un repertorio ancestral, una práctica que mezcla ritual de guerra y fiesta “primitiva”. Y aunque los periódicos seleccionen las fotos de chicas jóvenes y bonitas para representar el movimiento en sus portadas, nosotras no somos ni venus frente al espejo ni majas desnudas. Las pibas somos la doña, la joven, la que arma el juego del potrero, la profe, la estudiante, la que tiene hijos y la que no los tiene, la militante, la que “nunca se había metido hasta ahora” y la nena del barrio. Rompemos con los cánones de belleza, edad y conducta ideal. Exhibimos cuerpos con cicatrices (físicas y culturales) que rechazan las normas hegemónicas. Tensamos la estética feminizada y nos apropiamos de nuestra imagen. Elijamos o no representar a las chicas icónicas del afiche (sexualizándonos, militando lo queer, vestidas a la moda, tiñéndonos o no las canas), evidenciamos y apostamos a ser una copia fallida de lo que se espera de nosotras, y lo celebramos desde una expresión colectiva que estalla en diversidad y resignifica una transformación íntima y personal.

Ponemos el hartazgo de la domesticación en acto. Esa es nuestra performance. Cuando nos juntamos convertimos ese territorio peligroso —donde se nos viola, acosa, penaliza y asesina— en una celebración llena de brillantina y música que teje una red que nos vuelve más fuertes. Y esa transformación escapa a la captura de una foto o al espectador conservador y voyeur.

Esto no sucedió de un día para el otro. El camino comenzó décadas atrás en el contexto de lucha por los derechos civiles básicos suprimidos por la dictadura militar en los años 70. A pesar del retorno a la democracia, el debate por el Aborto legal siempre quedaba relegado, mientras otras valiosas luchas eran reconocidas por el Estado. Las leyes de divorcio, matrimonio igualitario e identidad de género vieron la luz muchos años antes que la IVE. Este largo recorrido le otorga a nuestra victoria una épica especial, pero no sólo por la persistencia del reclamo, sino porque este derecho se ganó en las calles. Y si bien en Argentina salir a la calle a protestar es habitual, las marchas feministas se instalaron como práctica festiva con una impronta que removió desde los cimientos el lugar asignado para nosotras hasta ahora. Y aunque la postergación siempre tuvo una buena excusa, las puertas cerradas tuvieron que abrirse ante la progresiva ocupación de la esfera pública de las mujeres  que llevamos el debate a donde debía estar: fuera de la clandestinidad. En esta batalla, cada mujer de verde se presenta a sí misma para representar los derechos de todas. Quieran, necesiten, decidan o no, ejercerlos. 

Por todo esto, hablar de la legalización del aborto en Argentina es una invitación a pensar las performances que inundaron esos días de brillantina y labios tornasol, un gesto de reapropiación de los adornos que históricamente nos destinaron, una celebración de otra femineidad. Fueron jornadas que desafiaron las clasificaciones y las normas, no solo por su carácter masivo, sino por sus originales modos de habitar el espacio público. Porque para nosotras —un nosotras ya latinoamericano— el pañuelo verde sigue siendo contraseña, identificación y presencia, una performance que expresa, como esa frase sin dueña, que lo personal es político. 

Todavía late en nosotras la inconmensurable alegría de la victoria. Porque las sensaciones vividas en todos estos años son una huella, una batalla a la que le pusimos el cuerpo, donde cada una arriesgó la vida llevada hasta ese momento, decidida a levantar el puño y no agachar más la cabeza. Esta adrenalina, esta insurrección aún vibra ante el positivo más deseado: el del recuento de votos ganados para una ley que lleva la firma de la marea.

Y desborda a nuevas luchas. Imprescindibles. Impostergables.


¹Marea verde es la denominación utilizada en Argentina para hacer referencia a las manifestaciones que se realizaron a favor de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo. El término, además de invocar el color de la campaña, es una resignificación del concepto ola feminista, en su máxima y continua expresión de marea.

La imagen principal es de la performance Nosotras podemos, una creación conjunta de la autora con Alejandra Albán Araujo.


Belén Parrilla nació en la Ciudad de Buenos Aires, Argentina. Se formó como actriz en la Universidad Nacional de las Artes (UNA) y se desempeña en obras del circuito teatral independiente. También es docente, produce y coordina proyectos en el ámbito de gestión de públicos entre los Ministerios de Educación y Cultura (Programa de Formación de Espectadores). Escribe una columna mensual en la revista feminista Damiselas en apuros y actualmente prepara su tesis de maestría en Teatro y Artes Performáticas en la UNA. 

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